miércoles, 5 de octubre de 2011

La Tauromaquia y sus antis (Capítulo IV)


La llegada al trono de Felipe V, que traía una educación y unas costumbres muy distintas de las de los Habsburgo, supuso un brusco enfriamiento de la pasión taurina animadora y sustentadora de la afición entre los nobles, debido a que el primer Borbón manifestó en repetidas ocasiones su desdén hacia las fiestas de toros. Pero el paulatino protagonismo que, frente a las reses bravas, habían ido adquiriendo los peones desde el siglo anterior, aliado con el gusto que habían tomado algunos caballeros a ejecutar la suerte suprema a pie y armados con un estoque, propició que el toreo, lejos de declinar en la concepción colectiva de la fiesta popular y callejera, fuese adquiriendo una supremacía que movió al pueblo a anteponerlo a cualquier otro género de diversión o espectáculo.
En efecto, el acercamiento al toro y el consiguiente riesgo que imponía el uso del rejón (frente a la distancia protectora que la lanza permitía guardar al caballero) fue provocando cada vez más derribos y caídas, percances cuyo número, además, se acrecentó por culpa de ese afán de arriesgar que, por competir con los demás, exhibían en sus alardes los caballeros rejoneadores. Todo ello dio lugar, por una parte, a la constante actuación de los mozos de a pie, que pronto comenzaron a rivalizar entre sí para ver quién de ellos imprimía mayor mando, gracia o presteza al vuelo de sus capas salvadoras; y por otro lado, a la utilización de su espada por parte de aquellos caballeros que, viéndose derribados de su montura y en un trance tan desairado como peligroso, tenían que recurrir al auxilio de su acero para defenderse de la rabiosa acometida del un morlaco enfurecido y, en casi todos estos lances, castigado en su piel y en su bravura.


Podemos hablar de un rey antitaurino, o por contra, de un francés, que después de las luchas de sucesión habidas en los diferentes reinos de España, llega al poder, sin conocimiento ni causa de los gustos de 'su' pueblo. Dejando a un lado la política desplegada en esa primera década del S. XVIII, con los recortes de derechos en los reinos que se posicionaron a favor del archiduque Carlos, nos encontramos con la segunda gran batalla contra tal costumbre. El rey, que es el más longevo como tal, en la historia de España, dio orden, y prohibición, a la nobleza, para actuar en dichos festejos. Si con ello, podemos dar por finalizado el arte del Rejoneo, muy al contrario. El resultado fue la vuelta al pueblo de su fiesta, en su totalidad. Cierto es, que el rejoneo quedó, poco a poco, postergado o relegado a un segundo plano. Dicha prohibición u orden, no fue escrita ni expresa, pero tácitamente, la nueva Corte fue olvidando, poco a poco, esas fiestas, y llega la nueva era de los de a pie, alejados de los cortesanos, pero arraigados en un pueblo que los vive y siente como suyos.


Agotado ya el fervor que la afición dispensaba a los últimos caballeros rejoneadores (don Jerónimo de Olaso, don Luis de la Peña Terrones y don Bernardino Canal, todos ellos del primer cuarto del siglo XVIII), surgió un puñado de valientes que decidieron cargar, toreando a pie y sin la compañía de jinetes, con todo el peso de la corrida, que por aquel entonces se reducía casi exclusivamente a dar muerte a los toros. De algunos de ellos sólo queda memoria de su nombre, apodo o lugar de origen (así, "Potra, el de Talavera"; Godoy, "El Extremeño"; "el fraile de Pinto"; "el fraile del Rastro"; Lorenzo Manuel, "Lorencillo"; etc.); pero de otros, como es el caso de Francisco Romero, abuelo del colosal matador rondeño Pedro Romero, hay noticias más que curiosas. Siempre según Moratín padre, fue él quien formalizó la suerte de entrar a matar con estoque y muleta, practicando los rudimentos de lo que más tarde se llamó matar recibiendo:
"Por este tiempo [1726] empezó a sobresalir a pie Francisco Romero, el de Ronda, que fue de los primeros que perfeccionaron este arte usando de la muletilla, esperando al toro cara a cara y a pie firme, y matándolo cuerpo a cuerpo; y era una cierta ceremonia que el que esto hacía llevaba calzón y coleto de ante, correón ceñido y mangas atacadas de terciopelo negro para resistir las cornadas [...]. Así empezó el estoquear, y en cuantos libros se hallan escritos en prosa y verso sobre el asunto no se halla noticia de ningún estoqueador, habiendo tanta de los caballeros, de los capeadores, de los chulos, de los parches y de la lanzada a pie, y aun de los criollos, que enmaromaron la primera vez al toro en la plaza de Madrid, en tiempo de Felipe IV".

Para entonces, lo que parecía un retroceso, un olvido de la Fiesta preferida por la casa reinante en los anteriores siglos, se convertirá, por contra, en el resurgir, renacer y creación de una nueva futura formulación de las reglas taurinas, de las castas ganaderas y del fundamento de lo que hoy concebimos como arte.

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